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Una nueva vida. (Slawomir Mrozek)
“Decidí comenzar una nueva vida. Categórica e inapelablemente. Sólo quedaba una cuestión por decidir: ¿a partir de cuándo? La respuesta no dejaba lugar a dudas: “a partir de mañana.”
Al despertarme al día siguiente constaté que una vez era “hoy”, igual que “ayer”. Puesto que había de comenzar una nueva vida a partir de mañana, no podía comenzarla hoy.
“No importa -pensé-. Mañana será también mañana.” Y pasé tranquilamente el día a la antigua. No sólo sin remordimientos de conciencia, sino lleno de buenos sentimientos y reconfortante esperanza.
Pero, por desgracia, el día siguiente era de nuevo hoy, igual que ayer y anteayer. “No es culpa mía -pensé- que algún demonio no pare de cambiar el mañana por el hoy. Mi decisión sea irreprochable e irrevocable. Intentémoslo una vez más, acaso el demonio se canse y mañana sea por fin mañana.” Desgraciadamente no fue así. Seguía siendo hoy y nada más que hoy. Acabé por perder la esperanza. “Todo parece indicar que nunca llegaré a ese mañana -pensé-. ¿Y si comienzo la nueva vida no a partir de mañana sino a partir de hoy?
Sin embargo, en seguida advertí lo absurdo de semejante planteamiento. Porque si hoy se repite invariablemente desde hace tanto tiempo, tiene que ser ya muy viejo, y por tanto cualquier vida hoy también tiene que ser vieja. Una nueva vida es una nueva vida y sólo es posible si comienza de nuevo, o sea a partir de mañana, si es que ha de ser de veras nueva.
Y me fui a dormir con la firme decisión de que a partir de mañana comenzaría una nueva vida. Porque a pesar de todo siempre tiene que haber un mañana.”
Al despertarme al día siguiente constaté que una vez era “hoy”, igual que “ayer”. Puesto que había de comenzar una nueva vida a partir de mañana, no podía comenzarla hoy.
“No importa -pensé-. Mañana será también mañana.” Y pasé tranquilamente el día a la antigua. No sólo sin remordimientos de conciencia, sino lleno de buenos sentimientos y reconfortante esperanza.
Pero, por desgracia, el día siguiente era de nuevo hoy, igual que ayer y anteayer. “No es culpa mía -pensé- que algún demonio no pare de cambiar el mañana por el hoy. Mi decisión sea irreprochable e irrevocable. Intentémoslo una vez más, acaso el demonio se canse y mañana sea por fin mañana.” Desgraciadamente no fue así. Seguía siendo hoy y nada más que hoy. Acabé por perder la esperanza. “Todo parece indicar que nunca llegaré a ese mañana -pensé-. ¿Y si comienzo la nueva vida no a partir de mañana sino a partir de hoy?
Sin embargo, en seguida advertí lo absurdo de semejante planteamiento. Porque si hoy se repite invariablemente desde hace tanto tiempo, tiene que ser ya muy viejo, y por tanto cualquier vida hoy también tiene que ser vieja. Una nueva vida es una nueva vida y sólo es posible si comienza de nuevo, o sea a partir de mañana, si es que ha de ser de veras nueva.
Y me fui a dormir con la firme decisión de que a partir de mañana comenzaría una nueva vida. Porque a pesar de todo siempre tiene que haber un mañana.”
El mal ladrón. (Medardo Fraile). (1994)
Si digo han robado en el Banco, pueden creer que ha pasado algo así:
Bajó al Banco de la esquina a cambiar unos cheques de viaje y, cuando esperaba que el empleado le diera la cotización del cambio, vio entrar a dos tipos de mala catadura. Uno de ellos, con una chaqueta desfondada y vieja, sacó una pistola del bolsillo, se dirigió a la ventanilla del cajero, le apuntó a la cabeza y dijo en voz alta:
– Un momento nada más. Que no se mueva nadie, que vamos a hacer un trabajito.
El otro, con una bolsa de plástico en la mano, le dio una patada a una portezuela, pasó a las oficinas, se dirigió por dentro a la Caja como un rayo, y abrió la bolsa para coger y que le echaran billetes. Mientras los metía, gritó:
– ¡El director! ¿Dónde está el director? Nos lo llevamos de rehén.
Uno de los empleados, pálido y tembloroso, dijo:
– Ha salido un momentito a tomar un café.
– Entonces, te vienes tú con nosotros-, le respondió el intruso al pobre hombre, que se puso aún más pálido.
El de fuera le hizo una señal al que se movía por dentro y, en un segundo, estaban los dos de estampía fuera del Banco y doblaban la esquina a todo gas en un coche verde.
Hubo unos segundos de alivio, la gente empezó de nuevo a moverse y uno de los oficinistas escupió entre dientes:
– ¡La madre que los parió!
Si digo han robado en el Banco, no es eso lo que digo. Lo que quiero decir es que el Banco nos ha robado a los clientes pobres, a los que nos pasamos la vida haciendo cuentas y amasando empanadas con dos reales.
Si digo han robado en el Banco, pueden creer que ha pasado algo así:
Bajó al Banco de la esquina a cambiar unos cheques de viaje y, cuando esperaba que el empleado le diera la cotización del cambio, vio entrar a dos tipos de mala catadura. Uno de ellos, con una chaqueta desfondada y vieja, sacó una pistola del bolsillo, se dirigió a la ventanilla del cajero, le apuntó a la cabeza y dijo en voz alta:
– Un momento nada más. Que no se mueva nadie, que vamos a hacer un trabajito.
El otro, con una bolsa de plástico en la mano, le dio una patada a una portezuela, pasó a las oficinas, se dirigió por dentro a la Caja como un rayo, y abrió la bolsa para coger y que le echaran billetes. Mientras los metía, gritó:
– ¡El director! ¿Dónde está el director? Nos lo llevamos de rehén.
Uno de los empleados, pálido y tembloroso, dijo:
– Ha salido un momentito a tomar un café.
– Entonces, te vienes tú con nosotros-, le respondió el intruso al pobre hombre, que se puso aún más pálido.
El de fuera le hizo una señal al que se movía por dentro y, en un segundo, estaban los dos de estampía fuera del Banco y doblaban la esquina a todo gas en un coche verde.
Hubo unos segundos de alivio, la gente empezó de nuevo a moverse y uno de los oficinistas escupió entre dientes:
– ¡La madre que los parió!
Si digo han robado en el Banco, no es eso lo que digo. Lo que quiero decir es que el Banco nos ha robado a los clientes pobres, a los que nos pasamos la vida haciendo cuentas y amasando empanadas con dos reales.
Casillas no celebró el gol de la victoria...
ABC.- Tomás González-Martín / Madrid. Día 21/09/2012 - 14.41h
El portero le tendrá siempre en el recuerdo: «Solo por estar con él se sentía más feliz; es un privilegio que nos ha dado a nosotros»
Ha conmovido a todos los jugadores del Real Madrid y especialmente a Iker Casillas. El fallecimiento de Dawid Zapisek, el pasado martes, ha sido un golpe, no por esperado, menos doloroso para la plantilla blanca. El niño era un seguidor acérrimo de Iker Casillas, del Real Madrid y de la selección española. Tenía catorce años y sufría una grave enfermedad degenerativa que, según los doctores, debía finiquitar con su vida a los cinco años. Pero el chaval vivió nueve años más de los pronósticos médicos.
Una frase de Dawid, la pasada primavera, revolucionó los sentimientos de Casillas y de la selección nacional: «No quiero morir antes de la Eurocopa. Me gustaría conocer a los jugadores de España, sobre todo a Casillas», explicó este niño que solo pesaba diez kilos. «Si llega a cumplirse este sueño, lo único que me queda por hacer es encontrarme con Dios». Dawid tenía su habitación, en Gdansk, repleta de fotos de futbolistas, en especial del Real Madrid.
Los integrantes de España le recibieron en la concentración de Gdansk. Iker estuvo con él. Fue un día grande para el muchacho e inolvidable para los dos. Posteriormente, Dawid también acudió a Madrid para ver a sus ídolos blancos. Estuvo con Cristiano, otro de sus ídolos, y con otros jugadores del plantel. Ha muerto el martes. Y Casillas le recordará siempre. El capitán ha enviado hoy un mensaje de apoyo a la familia de David, que será emitido por la televisión nacional polaca. El madridista firmó una camiseta con la leyenda “Dawid, siempre contigo” en polaco. «Se la dedico con mucho cariño para que la guarden y la tengan siempre presente en su memoria».
La iniciativa realizada por el capitán madridista, que ha contado con la colaboración de Ryszard Schnepf, jefe de la embajada de Polonia en España, se llevó a cabo en la Ciudad Real Madrid. «En primer lugar quiero reiterar mi pésame a la familia. Que descanse en paz Dawid. Tuve la oportunidad de poder estar junto a él en la pasada Eurocopa de Polonia y
Ucrania. Coincidí dos días con él en Gniewino y demostró que era una persona con ganas de vivir, con una alegría inmensa por conocer a toda la selección española. Se fotografió con todos los jugadores, y sus padres, su familia y sus amigos se mostraron felices con todos nosotros».
Casillas mostró su pésame a la familia. «Somos conscientes que estamos en un lugar en el que mucha gente nos ve, mucha gente nos admira y creo que tenemos una gran responsabilidad. Evidentemente a todo el mundo no le puedes caer bien, pero a esos que sí que les caes bien, que sienten esa admiración y ese aprecio por ti, qué mejor que poder devolvérselo con esas muestras de cariño y esa atención. En este caso viene de una situación delicada, su ilusión era conocerme a mí, también a la selección española de fútbol. Creo que el tiempo en este momento es lo de menos».
Y así recordó el encuentro: «La madre de Dawid fue la que se acercó a nosotros, en Gdansk, través de nuestra delegada de la Federación Española. Me captó la historia. Era un chaval que quería conocernos y conocerme a mí. Me regaló un detalle, un peluche. Luego compartimos algún día que venía y accedía para estar cerca de nosotros. Y muy feliz. Y contentos. Sólo por estar con él se ponía más alegre y para nosotros imagínate lo que supone eso. Creo que tenemos la gran suerte de ser jugadores de fútbol y que seamos admirados en muchos lugares de este planeta. Y si en un momento dado puedes ayudar a que un chaval pueda cumplir su sueño de verte y de que tenga un momento de alegría, creo que eso es un privilegio que nos han dado y que vamos a hacerlo en cualquier momento», añadió el guardameta.
El portero le tendrá siempre en el recuerdo: «Solo por estar con él se sentía más feliz; es un privilegio que nos ha dado a nosotros»
Ha conmovido a todos los jugadores del Real Madrid y especialmente a Iker Casillas. El fallecimiento de Dawid Zapisek, el pasado martes, ha sido un golpe, no por esperado, menos doloroso para la plantilla blanca. El niño era un seguidor acérrimo de Iker Casillas, del Real Madrid y de la selección española. Tenía catorce años y sufría una grave enfermedad degenerativa que, según los doctores, debía finiquitar con su vida a los cinco años. Pero el chaval vivió nueve años más de los pronósticos médicos.
Una frase de Dawid, la pasada primavera, revolucionó los sentimientos de Casillas y de la selección nacional: «No quiero morir antes de la Eurocopa. Me gustaría conocer a los jugadores de España, sobre todo a Casillas», explicó este niño que solo pesaba diez kilos. «Si llega a cumplirse este sueño, lo único que me queda por hacer es encontrarme con Dios». Dawid tenía su habitación, en Gdansk, repleta de fotos de futbolistas, en especial del Real Madrid.
Los integrantes de España le recibieron en la concentración de Gdansk. Iker estuvo con él. Fue un día grande para el muchacho e inolvidable para los dos. Posteriormente, Dawid también acudió a Madrid para ver a sus ídolos blancos. Estuvo con Cristiano, otro de sus ídolos, y con otros jugadores del plantel. Ha muerto el martes. Y Casillas le recordará siempre. El capitán ha enviado hoy un mensaje de apoyo a la familia de David, que será emitido por la televisión nacional polaca. El madridista firmó una camiseta con la leyenda “Dawid, siempre contigo” en polaco. «Se la dedico con mucho cariño para que la guarden y la tengan siempre presente en su memoria».
La iniciativa realizada por el capitán madridista, que ha contado con la colaboración de Ryszard Schnepf, jefe de la embajada de Polonia en España, se llevó a cabo en la Ciudad Real Madrid. «En primer lugar quiero reiterar mi pésame a la familia. Que descanse en paz Dawid. Tuve la oportunidad de poder estar junto a él en la pasada Eurocopa de Polonia y
Ucrania. Coincidí dos días con él en Gniewino y demostró que era una persona con ganas de vivir, con una alegría inmensa por conocer a toda la selección española. Se fotografió con todos los jugadores, y sus padres, su familia y sus amigos se mostraron felices con todos nosotros».
Casillas mostró su pésame a la familia. «Somos conscientes que estamos en un lugar en el que mucha gente nos ve, mucha gente nos admira y creo que tenemos una gran responsabilidad. Evidentemente a todo el mundo no le puedes caer bien, pero a esos que sí que les caes bien, que sienten esa admiración y ese aprecio por ti, qué mejor que poder devolvérselo con esas muestras de cariño y esa atención. En este caso viene de una situación delicada, su ilusión era conocerme a mí, también a la selección española de fútbol. Creo que el tiempo en este momento es lo de menos».
Y así recordó el encuentro: «La madre de Dawid fue la que se acercó a nosotros, en Gdansk, través de nuestra delegada de la Federación Española. Me captó la historia. Era un chaval que quería conocernos y conocerme a mí. Me regaló un detalle, un peluche. Luego compartimos algún día que venía y accedía para estar cerca de nosotros. Y muy feliz. Y contentos. Sólo por estar con él se ponía más alegre y para nosotros imagínate lo que supone eso. Creo que tenemos la gran suerte de ser jugadores de fútbol y que seamos admirados en muchos lugares de este planeta. Y si en un momento dado puedes ayudar a que un chaval pueda cumplir su sueño de verte y de que tenga un momento de alegría, creo que eso es un privilegio que nos han dado y que vamos a hacerlo en cualquier momento», añadió el guardameta.
La Rana que quería ser una rana auténtica
Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.
Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.
(Augusto Monterroso; La oveja negra y demás fábulas)
Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada autenticidad.
Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.
(Augusto Monterroso; La oveja negra y demás fábulas)
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Cabeza rapada. (Jesús Fdez. Santos. 1958)
Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptus, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones de los bancos, las vías... Menudas y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.
Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptus esparciendo el aire un agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.
--¿Te duele? -le pregunté.
Y contestó:
--Un poco -hablando como un gran trabajo.
--Podemos estar un poco más, si quieres.
Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles, flotando sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.
El chico volvió a quejarse.
--¿Te duele ahora?
--Aquí, un poco...
Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarme.
--No te apures; ya pasará como ayer.
--¿Y si no pasa?
--¿Te duele mucho?
El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía.
--Ese chico no está bueno...
--¡Qué va! No es más que frío...
El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.
--No está bueno...
Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.
--Va a coger una pulmonía, ahí sentado.
Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.
--Vamos -dije-; vámonos.
Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda. Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la mano, al tiempo que le decía:
--¡Que no es nada, hombre!
Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás la voz del otro:
--¡Le debía ver un médico!
--Ya lo vio ayer.
Esto pasó con el médico: Como no conocíamos a nadie, fuimos al hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, en una habitación alta y blanca, con un ventanillo, de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abría una de las puertas, diciendo: "Otro", y el que en aquel momento salía, saludaba: "Buenos días, doctor". Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.
El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente.
--¿Es hermano suyo?
--No.
Al día siguiente no fuimos donde el papel decía. Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba por la
fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: "Está muy mal. No tiene dinero. No se puede poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa, no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría".
Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
--Con el calor se te quita.
Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado porque padecía del corazón, y solo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de las fichas sobre el mármol.
Solo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que andaba en la radio, con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a desaparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y triste.
En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyado en él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.
--No llores -le dije.
--Me voy a morir.
--No te vas a morir, no te mueres...
(Jesús Fernández Santos. Cabeza rapada (1958).)
Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptus esparciendo el aire un agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.
--¿Te duele? -le pregunté.
Y contestó:
--Un poco -hablando como un gran trabajo.
--Podemos estar un poco más, si quieres.
Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles, flotando sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.
El chico volvió a quejarse.
--¿Te duele ahora?
--Aquí, un poco...
Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarme.
--No te apures; ya pasará como ayer.
--¿Y si no pasa?
--¿Te duele mucho?
El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía.
--Ese chico no está bueno...
--¡Qué va! No es más que frío...
El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.
--No está bueno...
Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.
--Va a coger una pulmonía, ahí sentado.
Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.
--Vamos -dije-; vámonos.
Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda. Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la mano, al tiempo que le decía:
--¡Que no es nada, hombre!
Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás la voz del otro:
--¡Le debía ver un médico!
--Ya lo vio ayer.
Esto pasó con el médico: Como no conocíamos a nadie, fuimos al hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, en una habitación alta y blanca, con un ventanillo, de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abría una de las puertas, diciendo: "Otro", y el que en aquel momento salía, saludaba: "Buenos días, doctor". Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.
El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente.
--¿Es hermano suyo?
--No.
Al día siguiente no fuimos donde el papel decía. Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba por la
fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: "Está muy mal. No tiene dinero. No se puede poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa, no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría".
Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
--Con el calor se te quita.
Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado porque padecía del corazón, y solo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de las fichas sobre el mármol.
Solo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que andaba en la radio, con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a desaparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y triste.
En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyado en él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.
--No llores -le dije.
--Me voy a morir.
--No te vas a morir, no te mueres...
(Jesús Fernández Santos. Cabeza rapada (1958).)
Soledad. (Pedro de Miguel)
Le fui a quitar el hilo rojo que tenía sobre el hombro, como una culebrita. Sonrió y puso la mano para recogerlo de la mía. Muchas gracias, me dijo, muy amable, de dónde es usted. Y comenzamos una conversación entretenida, llena de vericuetos y anécdotas exóticas, porque los dos habíamos viajado y sufrido mucho. Me despedí al rato, prometiendo saludarle la próxima vez que le viera, y si se terciaba tomarnos un café mientras continuábamos charlando.
No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.
FIN
No sé qué me movió a volver la cabeza, tan sólo unos pasos más allá. Se estaba colocando de nuevo, cuidadosamente, el hilo rojo sobre el hombro, sin duda para intentar capturar otra víctima que llenara durante unos minutos el amplio pozo de su soledad.
FIN
Yo tengo un sueño. (Martin Luther King, Jr.)
Discurso leído en las gradas del Lincoln Memorial durante la histórica Marcha sobre Washington.)
Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaración de Independencia, firmaron un pagaré del que todo estadounidense habría de ser heredero. Este documento era la promesa de que a todos los hombres, sí, tanto a negros como a blancos, les serían garantizados los inalienables derechos a la libertad y la búsqueda de la felicidad...
Pero hay algo que debo decir a mi gente que aguarda en el cálido umbral que conduce al palacio de la justicia. Debemos evitar cometer actos injustos en el proceso de obtener el lugar que por derecho nos corresponde. No busquemos satisfacer nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y el odio. Debemos conducir para siempre nuestra lucha por el camino llano y elevado de la dignidad y la disciplina. No permitamos que nuestra protesta creativa degenere en violencia física. Una y otra vez debemos elevarnos a las majestuosas alturas en que tiene lugar el encuentro de la fuerza física con la fuerza del alma; y la maravillosa nueva militancia, que ha hundido a la comunidad negra, no debe conducirnos a la desconfianza de toda la gente blanca. Porque muchos de nuestros hermanos blancos, como lo evidencia su presencia aquí en este día, han llegado a comprender que su destino está unido al nuestro. Y también han llegado a comprender que su libertad está inextricablemente ligada a la nuestra. No podemos caminar solos. Y al hablar, debemos hacer la promesa de marchar siempre hacia adelante. No podemos mirar atrás....
Hoy digo a vosotros, amigos míos, que aunque nos enfrentemos a las dificultades de hoy y mañana, yo todavía tengo on sueño. Es un sueño que tiene profundas raíces en el sueño estadounidense. Sueño que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo: "Afirmamos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales...". Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos, habrán de sentarse unidos en la mesa de la hermandad. Sueño que un día, incluso el estado de Mississippi, un estado que se sofoca con el sudor de la injusticia, que se ahoga con el sudor de la opresión, habrá de convertirse en un oasis de libertad y de justicia. Yo sueño que mis cuatro pequeños hijos vivirán un día en un país en el que no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad....
Cuando permitamos que la libertad resuene en cada poblado y en cada aldea, en cada estado y en cada ciudad, podremos celebrar la llegada del día en que todos los hijos de Dios, blancos y negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos, podamos estrecharnos las manos y cantar los versos del viejo canto espiritual negro: "¡Libres al fin! ¡Libres al fin! ¡Gracias al Dios Todopoderoso! ¡Al fin somos libres!"
(Washington, DC. 28 de agosto de 1963)
Cuando los arquitectos de nuestra república escribieron las magníficas palabras de la Constitución y la Declaración de Independencia, firmaron un pagaré del que todo estadounidense habría de ser heredero. Este documento era la promesa de que a todos los hombres, sí, tanto a negros como a blancos, les serían garantizados los inalienables derechos a la libertad y la búsqueda de la felicidad...
Pero hay algo que debo decir a mi gente que aguarda en el cálido umbral que conduce al palacio de la justicia. Debemos evitar cometer actos injustos en el proceso de obtener el lugar que por derecho nos corresponde. No busquemos satisfacer nuestra sed de libertad bebiendo de la copa de la amargura y el odio. Debemos conducir para siempre nuestra lucha por el camino llano y elevado de la dignidad y la disciplina. No permitamos que nuestra protesta creativa degenere en violencia física. Una y otra vez debemos elevarnos a las majestuosas alturas en que tiene lugar el encuentro de la fuerza física con la fuerza del alma; y la maravillosa nueva militancia, que ha hundido a la comunidad negra, no debe conducirnos a la desconfianza de toda la gente blanca. Porque muchos de nuestros hermanos blancos, como lo evidencia su presencia aquí en este día, han llegado a comprender que su destino está unido al nuestro. Y también han llegado a comprender que su libertad está inextricablemente ligada a la nuestra. No podemos caminar solos. Y al hablar, debemos hacer la promesa de marchar siempre hacia adelante. No podemos mirar atrás....
Hoy digo a vosotros, amigos míos, que aunque nos enfrentemos a las dificultades de hoy y mañana, yo todavía tengo on sueño. Es un sueño que tiene profundas raíces en el sueño estadounidense. Sueño que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo: "Afirmamos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales...". Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos, habrán de sentarse unidos en la mesa de la hermandad. Sueño que un día, incluso el estado de Mississippi, un estado que se sofoca con el sudor de la injusticia, que se ahoga con el sudor de la opresión, habrá de convertirse en un oasis de libertad y de justicia. Yo sueño que mis cuatro pequeños hijos vivirán un día en un país en el que no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad....
Cuando permitamos que la libertad resuene en cada poblado y en cada aldea, en cada estado y en cada ciudad, podremos celebrar la llegada del día en que todos los hijos de Dios, blancos y negros, judíos y gentiles, protestantes y católicos, podamos estrecharnos las manos y cantar los versos del viejo canto espiritual negro: "¡Libres al fin! ¡Libres al fin! ¡Gracias al Dios Todopoderoso! ¡Al fin somos libres!"
(Washington, DC. 28 de agosto de 1963)
La gran batalla de Gettysburg. (Abraham Lincoln. 19.11.1863)
Hace 87 años, nuestros padres fundaron en este continente una nueva nación, concebida en la libertad y consagrada al principio de que todos los hombres son creados iguales.
Nos hallamos ahora empeñados en una guerra civil en que se está poniendo a prueba si esta nación, o cualquier nación igualmente concebida y consagrada, puede perdurar. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a dedicar parte de ese campo a lugar de eterno reposo de aquellos que aquí dieron la vida para que esta nación pudiera vivir. Es perfectamente justo y propio que así lo hagamos, aunque en realidad, en un sentido más alto, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este suelo: los valientes que aquí combatieron (los que murieron y los que sobrevivieron) lo han consagrado mucho más allá de la capacidad de nuestras pobres fuerzas para sumar o restar algo a su obra.
El mundo advertirá poco y no recordará mucho lo que aquí digamos nosotros, pero nunca podrá olvidar lo que aquí hicieron ellos. A los que aún vivimos nos toca más bien dedicarnos ahora a la obra inacabada que quienes aquí lucharon dejaron tan noblemente adelantada; nos toca más bien dedicarnos a la gran tarea que nos queda por delante: que, por deber con estos gloriosos muertos, nos consagremos con mayor devoción a la causa por la cual dieron hasta la última y definitiva prueba de amor; que tomemos aquí la solemne resolución de que su sacrificio no ha sido en vano; que esta nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra.
Abraham Lincoln, 19 de noviembre de 1863.
Nos hallamos ahora empeñados en una guerra civil en que se está poniendo a prueba si esta nación, o cualquier nación igualmente concebida y consagrada, puede perdurar. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a dedicar parte de ese campo a lugar de eterno reposo de aquellos que aquí dieron la vida para que esta nación pudiera vivir. Es perfectamente justo y propio que así lo hagamos, aunque en realidad, en un sentido más alto, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este suelo: los valientes que aquí combatieron (los que murieron y los que sobrevivieron) lo han consagrado mucho más allá de la capacidad de nuestras pobres fuerzas para sumar o restar algo a su obra.
El mundo advertirá poco y no recordará mucho lo que aquí digamos nosotros, pero nunca podrá olvidar lo que aquí hicieron ellos. A los que aún vivimos nos toca más bien dedicarnos ahora a la obra inacabada que quienes aquí lucharon dejaron tan noblemente adelantada; nos toca más bien dedicarnos a la gran tarea que nos queda por delante: que, por deber con estos gloriosos muertos, nos consagremos con mayor devoción a la causa por la cual dieron hasta la última y definitiva prueba de amor; que tomemos aquí la solemne resolución de que su sacrificio no ha sido en vano; que esta nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad, y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparezca de la faz de la tierra.
Abraham Lincoln, 19 de noviembre de 1863.
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